Como balance global de lo vivido los cinco anteriores me quedo con la sensación de que me he defendido demasiado bien, mucho mejor de lo que me esperaba. Las latas de judías, de lentejas, de cocido, etc. no están al nivel de las que puede hacer una madre, pero como sustituto temporal cumplen su papel a la perfección. Tampoco me imaginaba que el apartamento fuera a estar tan sumamente limpio. Quizá si no hubiera estado acompañado por tres amigos y ese apartamento hubiera sido mío la suciedad se habría apoderado de ese piso. Comprobaré a partir de ahora si viviendo completamente solo soy capaz de plantar cara de forma individual a los problemas de alguien que no vive en casa de sus padres.
DÍA 6: Hoy es el último día de la estancia en Cullera. Me levanto a las 12.30, cuando mis amigos ya están terminando de recoger sus cosas. Nadie me ha despertado. Mucho mejor. Van a quedar atrás esas noches en la playa, no podré cotillear a los vecinos por el balcón y volveré a probar el agua después de casi una semana. Lo he pasado tan bien que da pena saber que hasta dentro de un año no volverá a repetirse esa situación. Llego a mi casa tras tres horas de viaje. Sólo me espera el perro. No es que nos tengamos demasiado cariño, pero nos necesitamos si los dos queremos salir adelante; como si se tratara de la relación que tienen Alberto Ruíz-Gallardón y Esperanza Aguirre. Es la hora de cenar. Me lleno de valentía y me hago la cena. Sartén, aceite, dos filetes rusos y patatas fritas. Salió bien, pero odio estar viendo y oliendo la comida y no poder comértela. El perro jamás vivirá con tal angustia.
DÍA 7: Me pongo el despertador a las 12.30. Tenía que hacer la compra e ir al banco. Era la primera vez que iba al banco y la chica de la Caja Rural que me atendió se dio cuenta rápidamente (por cierto, una chica muy maja y guapa). El delincuente que todos llevamos dentro salió de mí y me entraron ganas de meterme la mano bajo la camiseta fingiendo tener una pistola y decir que me dieran el dinero. Y es que allí había dinero, mucho dinero. Apenas a 100 metros, el Mercadona. Justo al entrar en la tienda me doy cuenta de que la he cagado: la lista de la compra se ha quedado en la mesa de la cocina. Se me olvidó comprar lo que quizá sea más importante: los conos de helado. Siempre he pensado que mi madre me engañaba cuando decía que se le había olvidado comprar bolsas de patatas fritas o helados. Creo que la debo pedir perdón por haberle acusado de no comprarlo a propósito. Llega la tarde y voy a ver a mi abuela. Me ofrece comer mañana en su casa. Acepto intentando no parecer un desesperado. No me tomaba como un fracaso de mi reto individualista el hecho de comer un día en la casa de mi abuela, simplemente como una salida a cenar al burger con los colegas, pero sin colegas y sin ir al burguer. Por la noche, por segundo día consecutivo me vuelve a salir bien la cena, sintiéndome el nieto de Arguiñano. Decido poner en marcha el método "ahorro" y utilizo los mismos cubiertos que había usado en la comida, algo que, salvo cambio de estrategia, será así en el resto de días.
DÍA 8: Me levanto a las 13.20. Justo para pegarme una ducha e ir a comer a la casa de mi abuela. Decido ir con el perro ; al fin y al cabo él también tiene derecho a comer algo cocinado por mi abuela. Notaba en su mirada que supo captar mi complicidad y que tenía la esperanza de poder comer parte de la comida hecha por mi abuela. Llamo al timbre de su casa. Mi abuela me abre y me recibe ella, sus dos perros y un olor a fabada celestial. Deberían sacar un perfume con esa sensacional fragancia. No hay palabras para describir lo que sentía cuando las cucharadas de fabada caían desde mi boca hasta el estómago. Parecía imposible que llevara sólo ocho días sin haber comido nada hecho de forma artesanal. Por fin consumo una comida que no había sido congelada sin ser bollos ni chucherías. Mi salud agradecerá haberme nutrido con algo natural. Termino de comer y mi abuela me ofrece comer allí mañana. Rechazo el ofrecimiento, pero dejo la puerta abierta a comer el décimo día. Ella me propone comer esos dos días y el resto de los días que no tengo a mi madre en casa. Es demasiado como para decir que no. Si lo hubiera rechazado me habría arrepentido más que los tíos que seleccionaron a los concursantes en la última edición de OT. Con esto empezaba a consumarse mi fracaso, he de admitirlo. No hacerme la comida es un golpe muy duro a mi supuesta independencia. Pero más duro es intentar hacerlo bien y que te salga mal. No hay más que ver las croquetas de esa misma noche. Unas croquetas que hice con toda la ilusión del mundo, pretendiendo que la cena estuviera al nivel de la fabada que me había preparado mi abuela. Sin embargo, lo que es imposible, se convirtió en posible. Las croquetas estaban quemadas por fuera y congeladas por dentro. ¿Cómo es posible? ¡No puede ser! Esa duda me sigue recorriendo el resto de la noche.
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